El Viaje de Jaime Manrique

Estaba muy emocionado, en la prensa salió en un diminuto recuadro la visita del Escritor Barranquillero Jaime Manrique Ardila, la cita se daría con profesores y estudiantes en el Teatro Amira de la Rosa, con la intención de promover la lectura y la escritura en nuestra ciudad.

Sin tener la condición de profesor ni de estudiante me colé en la charla, no perdería la oportunidad de escuchar una vez más, a quien escribió uno de los libros que más he disfrutado, Nuestra Vida Son los Ríos. Cuando llegué ya había comenzado, me ubiqué en las últimas sillas, sin embargo al sentarme todos advirtieron mi presencia, había tan pocas personas que estoy seguro les dio gusto verme.

El conversatorio se dio bajo un marco de formalidad por el escenario en que nos encontrábamos empero, no escatimé en sacarle a Jaime toda la información que me sirviera como referente para la publicación de mi primera Novela, que me tiene con una ansiedad extrema. Animado por los pocos asistentes, en su gran mayoría jóvenes universitarios, algunos obligados a asistir por sus profesores de literatura, otros realmente disfrutando de la platica, mi participación pudo parecer un interrogatorio a Jaime. Al finalizar el evento, Patricia una de las más entusiasmadas con la presencia de Jaime, se levantó e invitó a todos para que al día siguiente tuviéramos una segunda ocasión con Jaime en el restaurante El Huerto.

Al Huerto llegué puntual, en el inició de la tertulia pude advertir lo dificultoso que se mostraba Jaime para entrar en confianza, tenía una expresión prevenida que poco a poco cedía terreno ante el ropaje dicharachero y extrovertido del ambiente de su terruño; y aunque su jerga tropical lucía desaliñada y mostraba la influencia de sus más de tres décadas de ausencia, Jaime se aferraba a su congénita personalidad caribeña, pues finalmente sus años de infancia, los que a la larga moldean la esencia de cualquier persona, eran los que había vivido en estás tierras. Por lo tanto, aunque el auditorio esperaba sus palabras, él realmente necesitaba terminar su jugo de maracuyá y se concentró en ello; succionaba la bebida a través de un pitillo con ansias, anhelando nunca fin, pero encontró una vez más, lo efímero de lo importante y decidió enfrentar su realidad; Patricia a su lado se compadeció y le obsequió un fastuoso mango maduro que a la distancia pude observar, era de manzana. Jaime, evitando la imprudencia de un mordisco frente a los asistentes, lo aspiraba cual adicto a la cocaína, ó como Jean Baptiste Grenouille, olfateaba la fruta pretendiendo robarle todo su aroma.

Había llegado hacía poco y era diciente su intención de quedarse sólo con los buenos recuerdos, en consecuencia decidió aferrarse a su ciudad, vivirla en los detalles, revalidar sabores, olores, sensaciones en otrora experimentados y que hoy entiende como un tesoro estimado, aun más por la lejanía.

Su poca fluidez y su mirada gacha, hace que luzca tímido, pero la contundencia de sus ideas lo posiciona irremediablemente en la condición de artista. Es orgullo Barranquillero, no obstante a que las pocas personas que presenciaron los dos encuentros podrían ejemplificar el desconocimiento que la ciudad tiene de su clase. Y aunque en su obra el realismo mágico no descuelle, todo lo que escribe tiene un filtro de lentejuelas carnavaleras que permite la exudación de nuestro lenguaje para que acabe posicionado con excelsitud.

Sigue Jaime Manrique Ardila estando de fiesta, pues a pesar del gran recorrido que tiene en la escritura, su novela Nuestra Vida Son Los Ríos, lo encumbra, le da voz fuerte para ser escuchado y lo empuja además a esa condición deseada por muchos escritores y lograda por pocos, la de tener una historia digna de recordación después de nuestros días.

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