La vida para el que cree...



Las luces a penas se apagaban, otro día se convertía en recuerdos. Me disponía a cerrar la ventana del balcón, y advertí una noche impoluta, revestida de un cargamento inusual de estrellas que embelesadas se entretenían con una muy redonda y resplandeciente luna. Sí, su acogedora luminiscencia se extendía por toda la ciudad y su estela se podía  filtrar a través de recovecos en los diferentes hogares, que a esa hora, también se acomodaban para ofrecer su tiempo al placer de lo onírico.

Me acosté sin sueño, en su procura me concentré en las idas y venidas del estridente y agudo aullar de las fuertes brisas encajonadas de fin de año; también lograba escuchar a lo lejos, el ladrido desesperado de un perro y de repente, entró a mi habitación mi hijo de once años, angustiado, llorando con desconsuelo, por que sus padres un día, se tendrían que morir.

Me resultó tan familiar la escena, pues a lo largo de mi vida, en diferentes ocasiones  también había padecido de la claustrofobia que ocasiona esa indiscutible realidad. No es normal que alguien quiera morirse, lo usual, es querer alargar nuestros días lo que más se pueda.  Pensé en lo triste que debía ser para padres incrédulos, explicarle a sus hijos en medio de un desasosiego como este, que en efecto un día todo termina. Así, sin más posibilidades ni esperanzas.

El temor a la pérdida de sus seres queridos, era la prueba irrefutable del crecimiento de mi hijo, de su necesidad de comprensión, por lo tanto se hacía menester una franca y sincera conversación. Le expliqué que la eventualidad de la muerte daba sentido a nuestra vida,  nos permitía tomar conciencia de su valor y fragilidad, pero así mismo, nos mostraba con nitidez, el importante rol que jugaba el tiempo en todo ello. Es la proximidad del fin lo que nos mueve a hacer el bien, lo que nos invita a honrar y dar amor a nuestros seres más amados, pues puede que después, ya no tengamos el chance.

Poco a poco fue entendiendo el mensaje y cuando estuvo más tranquilo, antes de mandarlo otra vez a la cama, le di el antídoto y sustento de lo que le acababa de indicar, eso, a través de lo cual, podría superar esta y cualquier otra sacudida. Le entregué la misma rayada y desvencijada Biblia que en una ocasión me obsequiaron mis papás, cuando había llegado la hora de salir del cascarón para ir a enfrentar el mundo.


Al regresar a la cama entendí la razón de la exquisitez de aquella noche, estaba puesta de gala para uno momento sublime, mi hijo entraba a otra etapa de su vida, esa  en la que gozoso y lleno de paz, entendía a cabalidad a qué se refería Dios cuando hablaba de vida eterna.

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