LA CRÓNICA QUE SE LLEVÓ MCCAUSLAND




Eran las cuatro de la madrugada, no podría ser una mejor hora para enfrentar un hecho íntimo en la vida de una persona, su muerte. En este caso no era un fallecimiento cualquiera, se trataba de alguien que se deleitaba con la palabra e invitaba a otros a vivir de lo ordinario, sucesos épicos.

Esa crónica de su partida no la pudo escribir, pero la vivió con intensidad, sin la presencia intrusa de factores de distracción, que aunque bien intencionados, disipaban la contundencia de la experiencia.   Por eso la hora escogida, que permitía una noche hondonada en tiempo, pero abarrotada de albura, lucía idónea para la despedida de alguien que tenía reputación de saber inmortalizar los acontecimientos.

Su enfermedad la vivió con prudencia mística y así mismo encaró su desenlace. En definitiva fueron esos, sucesos propios que no refulgían como lo trascendental en su paso terrenal, de serlo todo hubiera sido una causa perdida, más bien aprovecharía la posibilidad se seguir vivo, en consecuencia le dio todo el protagonismo  a sus letras y creaciones artísticas, así su marcha no sería por ahora, ni en mucho tiempo.

Hoy el gallinazo vuela rasante, la brisa con más fuerza golpea, en sus idas y venidas trae sonidos guturales, voces perdidas, olor a pescado recién atrapado y quizá una nota lastimera de acordeón, y el sol, bendito sol, alumbra  con ese brillo que solo ocurre en los sueños, pues al final, todos nuestros días son solo eso, recuerdos que construyen nuestras verdades.

La conquista parece descollar, no queda en el ambiente cosa diferente al disfrute perenne de un gran talento.

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